En el taller de los jueves, andamos quemándonos los ojos, los dedos, todo; con una serie de textos en relación al FUEGO. Aquí uno de ellos.
DE CÓMO DEJARSE CAER
DE LA SARTÉN AL FUEGO. (La cocina de la escritura, de Rosario Ferré)
A lo largo del tiempo, las
mujeres narradoras han escrito por múltiples razones: Emily Brontë escribió
para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión; Virginia Woolf para
exorcizar su terror a la locura y a la muerte; Joan Didion escribe para
descubrir lo que piensa y cómo piensa; Clarice Lispector descubre en su
escritura una razón para amar y ser amada. En mi caso, escribir es una voluntad
a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de
cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para disipar mi terror a la
inexistencia, como rostro humano que había. En este sentido, la frase
"lengua materna" ha cobrado para mí, en años recientes, un
significado especial. Este significado se le hizo evidente a un escritor judo
llamado Juan, hace casi dos mil años, cuando empezó su libro diciendo: "En
el principio fue el Verbo". Como evangelista, Juan era ante todo escritor,
y se refería al verbo en un sentido literario, como principio creador, sean
cuales fuesen las interpretaciones que posteriormente le adjudicó la Teología a
su célebre frase. Este significado que Juan le reconoció al Verbo yo prefiero
atribuírselo a la lengua; más específicamente, a la palabra. El verbo-padre puede
ser transitivo o intransitivo, presente, pasado o futuro, pero la palabra-madre
nunca cambia, nunca muda de tiempo. Sabemos que si confiamos en ella, nos
tomará de la mano para que emprendamos nuestro propio camino.
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