Limpia.

Debajo, el patio tenía lajas rojas. La madre y la hija habían estado pintando esa tarde. Había sido un momento especial: la madre disponible, la madre con tiempo. Pero no habían terminado. El cajón, como un tuerto, como un disfrazado al que se le ve un pantalón, un cuello de persona, había quedado a medio pintar. Entonces: la pintura abierta y la madre que se había ido a buscar alguna cosa, algún hermano, alguna compra; y  la hija, que había querido terminar, sorprender a la madre ocupada que había tenido que salir. Ayudar, terminar ella sola. Pero el pincel cansaba la mano, y el calor, y las ganas de terminar, y la hermana menor que molestaba. Por eso el pincel se cayó, por eso y no por descuido. Igual que los bichos contra el vidrio del auto del padre, el cepillo se reventó contra el piso en mancha celeste, en mancha. La hija quiso limpiar enseguida, porque cuando el padre encendía el limpia-parabrisas, los bichos muertos y sus manchas desaparecían en estela amarilla. Pero la mancha de ella no. Y por más trapos que mojaba y pasaba, nada. Es cierto, perdía su forma, se estiraba y parecía menos mancha, pero no salía y se quedaba ahí como si hubiera sido imaginada, desde siempre, solo para manchar. La empleada de la casa no dijo nada, ni ayudó a la hija. ¿Habrá querido, también ella, cobrarse alguna cosa contra la hija? 

Varios minutos pasaron. La madre estaría por regresar y entones la hija supo que la mancha ya no desaparecería. Fue así que tuvo la idea: tiró toda la pintura al piso y lo pintó, primero con el pincel, después con los pies como en una vendimia de cielo. Y así quedó, hasta que la familia dejó la casa. Por eso nadie lo sabía, pero debajo, el patio tenía lajas rojas.