- Una piedra, Lorenzo, puede contar historias calladas. Como la de un chico que tira piedras al río pero que quiere, en realidad, tirar su tristeza. O la de aquel otro, que en el patio angosto de una villa juega: "1,2,3 ..." a la rayuela. Una piedra puede contar la historia de un héroe diminuto en el que nadie confiaba, pero que derribó a un gigante, y la de una mujer que no pudo no mirar atrás y se convirtió en piedra, piedra de sal.
Una piedra puede contar la historia triste de una escritora que cargó sus bolsillos de piedras porque se quedó sin palabras, y se fue a dormir, a dormir bajo del agua.
Una piedra, Lorenzo, puede contar la historia del lobo al que le llenaron la barriga de piedras por malo y atrevido; y la de una ciudad griega que se dejó engañar.
Una piedra puede contar la historia de los que no quisieron tirar la primera piedra, y también, la de los que la quisieron tirar.
Tomá, Lorenzo, esta piedra, como símbolo de todas las historias calladas que podés contar.
Encantador texto Flor ¿es tuyo?
ResponderEliminarFelicitaciones.
Besos.
Sí, Mire. Lo escribí el otro día con una alumna. Colecciona piedras y hablamos sobre todas las historias de las que son testigos mudos las piedras. Es curioso, además, que -siendo mudas- conozcamos a algunas como "canto rodado". Beso. Si tenés ganas de escribir algo sobre el tema ... podés dejarlo por acá.
ResponderEliminarTambién tengo debilidad por las piedras. Este relato lo lo escribí este verano y lo puse en el blog.
ResponderEliminarLa recolectora de piedras
El volcán escupió un trozo de roca como si le hubiera molestado, igual que un resto de comida entre los dientes. La despidió en medio de explosiones de ira y fuego. La piedra describió un arco vastísimo y aterrizó en un campo arrasado por la lava. Allí se quedó, quieta y muda durante años, incrustada en la tierra.
Yo la encontré mientras constataba cómo por entre la lava seca y los restos de cenizas, comenzaba a crecer la hierba. La guardé en mi bolsillo y cada tanto tocaba las asperezas de sus aristas, su piel antigua. Al llegar a casa la puse en un estante de la biblioteca, junto a la otra, blanca como un pecho lunar, puntilla que bordó el océano, el regalo de una playa del pasado.
El contraste no podía ser mayor: una era un coral blanco labrado por los cinceles del mar; la otra lava fosilizada, un producto del vientre de Hades. El maléfico, en un ataque de furia, se había desgarrado a sí mismo, seccionando ese fragmento candente que, al enfriarse, se volvió una cosa amorfa, negruzca, con una superficie irregular, nada atractiva. Extraña combinación la de esas dos piedras, cercanas y lejanas, hijas del agua y del fuego. Sé que se comprendían.
A la blanca yo la amaba por su belleza y por la memoria que encerraba. Con la oscura tardé un poco más, aunque —inexplicablemente— la acariciaba todas las mañanas en cuanto me levantaba, y la piedra me devolvía el saludo con un leve latido.
Con el tiempo me pareció que sus rugosidades se iban atenuando, empezó a despedir cierta tibieza y ya no necesito cortar leña ni usar estufa en los despiadados inviernos de la Patagonia. Y la blanca en los veranos emana una brisa fresca, con el olor del mar.
Muy lindo Mire!!! muy gyn y gan!!! qué linda esta idea de compensación natural. Me gusta. Gracias por pasar, como siempre.
ResponderEliminarHe recogido piedras, sobre todo enlugares, donde me parecia que habian pasado siglos y èstas podian estar allì, por ej. en Grecia,tambièn a orillas del mar porque pienso que van y vienen vaya saber desde dònde, claro despues las fui dejando por aquì,por allà, por donde no puedo e ncontrarlas y se vuelven a ir, con sus historias,
ResponderEliminarAna!!! qué lindo!!! Como el canto rodado, tus piedras rodararán por el mundo cantando sus historias.
ResponderEliminarGracias por pasar.