Quiero creer en un Dios que nos recibe a todos en un paraíso verde y amplio, tal como lo imaginaba cuando era chica y algún perverso me decía que no, que no era así. Yo quiero creer en un Dios que sabe cómo y por qué pasan las cosas y nos recibe a todos, y para todos tiene un lugar, un lugar amplio, lleno de aire. Porque es eso, o la locura. Porque no es posible pensar que el empleado que trabaja en un canil de dos por dos, que el albañil que deja a sus hijos todavía de noche, acostados en camas de a dos o tres; que la empleada doméstica que comparte el colchón con la prima, con la hermana; que la cajera que durante todo el día apenas mueve las piernas en los cincuenta centímetros que hay entre la registradora y el mostrador; que todos ellos, que sea posible que todos ellos que siempre vivieron apretados puedan morir, apretados también, unos contra otros y contra los fierros doblados de un vagón.
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