Hombres como médanos. Prólogo
En una sala de guardia un hombre hace un dibujo de sus genitales y se
lo muestra a una médica. Mire, dice con un hilo de voz, a mí me duele aquí, y
señala con el lápiz las partes que no se anima a desnudar delante de la mujer.
Es un cuento para vos, me dice entusiasmado un amigo.
Conocí a una pareja tan independiente, me cuenta otro, que conviven con dos heladeras y dos alacenas distintas en la cocina. Están los huevos de él y los de ella, las galletitas de agua de él, y las de arroz de ella. Parece un cuento tuyo, afirma. Asiento cortésmente, pero después olvido estas y otras historias.
Ahora bien, un día alguien me cuenta que una mujer tiene un amante, lo ve varias veces por semana y, cada vez, le lleva pascualina, en un táper, al hotel donde se encuentran. Quedo fulminada. (Un amante es para soñar, ¿a quién se le ocurre desperdiciarlo así?) Sé que tarde o temprano eso se transformará en un cuento. Y así sucede, exactamente, un día en que nado, un poco aburrida, calculando los largos que me faltan para completar mi media hora de salud programada. Esa pileta solitaria, esa isla de calor en pleno invierno, me parece un escenario perfecto para zambullir en su historia a la amante pascual. Así nació el amor de agua que dio título a mi segundo libro.
¿Qué hace que algunas imágenes, experiencias, palabras, resulten pregnantes para un escritor y otras no? ¿Cómo es que la escritura adquiere esa vida l
ateral, independiente de quien la produce? ¿Cuándo y por qué un conjunto de cuentos conforma una unidad libro?
No crean que puedo contestar semejantes preguntas. Sólo puedo decir que mis cuentos —como debe suceder con casi todos— ocurren sin plan, nacen empujados por esa corriente subterránea, llámese inconsciente, inspiración o alimaña, y, por lo tanto, resultan diversos y azarosos. Yo los dejo crecer en ese desorden natural, un poco distraídamente al principio, como para que no se espanten, hasta que siento que están fuertes, que podrán soportar el baqueteo de la escritura. Aún así, algunos quedan en el camino, correctos tal vez, pero desangelados.
Por eso, tratándose de cuentos, cuando oigo a algunos escritores decir "en este libro he procurado retratar tal o cual cosa", o "he tenido la intención de expresar tal y cual otra", me quedo un poco perpleja. Yo también "procuro" cosas, desde luego —a la alimaña hay que alimentarla sistemáticamente como a cualquier mascota—, pero mis procuraciones van más bien en el sentido de la hormiga de taller. Dilucidar, por ejemplo, si debo o no decir "un grupo de rocas" (¿Un roquedal? ¿Un conjunto de rocas? ¿Una escollera? ¿O, derecho viejo, unas rocas?). ¿Cómo diablos explicar que algo es pequeño sin usar la palabra "pequeño", que no me gusta? ¿Cuánto debe extenderse el cuento entre el principio y el final para tener la tensión justa? Cosas así me desvelan.
Esta génesis y este tipo de preocupaciones son las que reconozco en mis cuentos. Los de antes, los de ahora. Sin embargo, ha transcurrido mucho tiempo entre los primeros y los últimos. Y si bien entender todos los efectos de ese transcurso es una tarea que excede a la hormiga, puedo decir algunas cosas.
Releer cuentos que uno ha escrito años atrás es parecido a mirar viejas fotos. En algunas uno se reconoce. En otras no. Algunas nos enternecen. Otras queremos romperlas, o, al menos, recortar con la tijera a algún acompañante indeseable. Para hacer una selección de mis dos primeros libros me guié sobre todo por esa alternancia entre continuidad y ruptura. Mantuve muchos de esos cuentos "que uno no volvería a escribir", en nombre de cierta objetividad o de cierto lector. Deseché dos o tres que, me pareció, se superponían con otros. (Punto también delicado, ya que uno siempre vuelve sobre ciertos temas, siempre choca con los límites de su imaginación.) Hice algunas correcciones mínimas en varios casos. Mínimas, porque es difícil tocar textos que han fraguado en otra época de nuestra vida: al quitar un ladrillo parece que todo corre el riesgo de desmoronarse. Vi otras cosas. Que algunos cuentos sufren el cimbronazo de la realidad más que otros, como "Dios lo bendiga" (escrito en 1990), en que la degradación social ha exasperado ferozmente la presencia de los mendigos que lo inspiraron. Otros sufren el entusiasmo inicial de un escritor. Como en "Madre para armar", que hoy intentaría "desarmar" un poco. En general, en los primeros cuentos suele haber cierto exceso retórico, cierta ingenuidad. (La tentación de usar todas las palabras, todas las ingeniosidades.) También es cierto que se puede ser más osado. Después se empieza a valorar la austeridad, a temer y hasta a especular. Despunta esa astuta —y dudosa— calidad que llaman el "oficio".
Mirando nuevamente el conjunto veo que en muchos aparecen amores de agua, encuentros amorosos que se diluyen, se ahogan o evaporan. Que vuelvo sobre ciertas obsesiones: la angustia o la locura entretejidas en la dulzura envenenada de la rutina. Que mi imaginación trabaja con las manos bien metidas en ese barro y suele dispararse hacia el absurdo y el humor. Que la presencia del agua, del mar, siempre constituye un anhelado espacio de libertad.
Tengo todavía demasiado cerca Hombres como médanos como para opinar. Pareciera que allí la cercanía de la vejez, la amenaza de la muerte tienen un tinte más negro. Tal vez porque fueron escritos después de una novela —del desconcierto en que me sumió la novela—. Tal vez, simplemente, porque soy más vieja. Y, sin duda, porque fueron apareciendo en su mayoría entre 2000 y 2002, en la Argentina del triste milenio, en la inconsolable pena que nos deja su derrumbe.
Estos Hombres como médanos encabezan el libro de manera de ofrecer la producción más reciente en primer lugar e ir retrocediendo después en el tiempo hasta los primeros cuentos: Un amor de agua (1997) y La vida en la cornisa (1993).
En cuanto a mi forma de escribir, no ha variado mucho. Lo hago en los huecos que me deja mi trabajo publicitario y otros trabajos. Sentarme a escribir siempre me angustia. No hacerlo, también. Antes de empezar sorteo cien obstáculos y calamidades, como Buster Keaton para llegar a su casamiento. Una vez que llego, puedo escribir cercada por ladridos de perro, goles de Colombia contra Argentina o gritos de chicos. Me resultan ruidos casi tranquilizadores. Tomo apuntes en la línea B del subterráneo de Buenos Aires, yendo de Lacroze a Alem, de Alem a Lacroze. También mientras hago trámites, bato claras a nieve o el dentista me deja diez minutos con la boca abierta. Si tuviera ocho horas de escritora profesional, no sé qué sería de mí. Tal vez estos cuentos sólo pueden nacer del encontronazo de esas presiones. Tal vez fuera de los intersticios donde se producen naufragarían en el agua infinita de los cuentos por contar.
No es mucho más lo que puedo decir de esta colección de cuentos. Ni me corresponde. (Tal vez ya dije demasiado, oh paciente lector.) Me queda sólo celebrar su aparición, asumir su alegría y sus riesgos. Confirmar que un nuevo médano se ha formado sobre la playa y que el viento ya ha empezado a soplar.
Buenos Aires, septiembre 2003.
Conocí a una pareja tan independiente, me cuenta otro, que conviven con dos heladeras y dos alacenas distintas en la cocina. Están los huevos de él y los de ella, las galletitas de agua de él, y las de arroz de ella. Parece un cuento tuyo, afirma. Asiento cortésmente, pero después olvido estas y otras historias.
Ahora bien, un día alguien me cuenta que una mujer tiene un amante, lo ve varias veces por semana y, cada vez, le lleva pascualina, en un táper, al hotel donde se encuentran. Quedo fulminada. (Un amante es para soñar, ¿a quién se le ocurre desperdiciarlo así?) Sé que tarde o temprano eso se transformará en un cuento. Y así sucede, exactamente, un día en que nado, un poco aburrida, calculando los largos que me faltan para completar mi media hora de salud programada. Esa pileta solitaria, esa isla de calor en pleno invierno, me parece un escenario perfecto para zambullir en su historia a la amante pascual. Así nació el amor de agua que dio título a mi segundo libro.
¿Qué hace que algunas imágenes, experiencias, palabras, resulten pregnantes para un escritor y otras no? ¿Cómo es que la escritura adquiere esa vida l
ateral, independiente de quien la produce? ¿Cuándo y por qué un conjunto de cuentos conforma una unidad libro?
No crean que puedo contestar semejantes preguntas. Sólo puedo decir que mis cuentos —como debe suceder con casi todos— ocurren sin plan, nacen empujados por esa corriente subterránea, llámese inconsciente, inspiración o alimaña, y, por lo tanto, resultan diversos y azarosos. Yo los dejo crecer en ese desorden natural, un poco distraídamente al principio, como para que no se espanten, hasta que siento que están fuertes, que podrán soportar el baqueteo de la escritura. Aún así, algunos quedan en el camino, correctos tal vez, pero desangelados.
Por eso, tratándose de cuentos, cuando oigo a algunos escritores decir "en este libro he procurado retratar tal o cual cosa", o "he tenido la intención de expresar tal y cual otra", me quedo un poco perpleja. Yo también "procuro" cosas, desde luego —a la alimaña hay que alimentarla sistemáticamente como a cualquier mascota—, pero mis procuraciones van más bien en el sentido de la hormiga de taller. Dilucidar, por ejemplo, si debo o no decir "un grupo de rocas" (¿Un roquedal? ¿Un conjunto de rocas? ¿Una escollera? ¿O, derecho viejo, unas rocas?). ¿Cómo diablos explicar que algo es pequeño sin usar la palabra "pequeño", que no me gusta? ¿Cuánto debe extenderse el cuento entre el principio y el final para tener la tensión justa? Cosas así me desvelan.
Esta génesis y este tipo de preocupaciones son las que reconozco en mis cuentos. Los de antes, los de ahora. Sin embargo, ha transcurrido mucho tiempo entre los primeros y los últimos. Y si bien entender todos los efectos de ese transcurso es una tarea que excede a la hormiga, puedo decir algunas cosas.
Releer cuentos que uno ha escrito años atrás es parecido a mirar viejas fotos. En algunas uno se reconoce. En otras no. Algunas nos enternecen. Otras queremos romperlas, o, al menos, recortar con la tijera a algún acompañante indeseable. Para hacer una selección de mis dos primeros libros me guié sobre todo por esa alternancia entre continuidad y ruptura. Mantuve muchos de esos cuentos "que uno no volvería a escribir", en nombre de cierta objetividad o de cierto lector. Deseché dos o tres que, me pareció, se superponían con otros. (Punto también delicado, ya que uno siempre vuelve sobre ciertos temas, siempre choca con los límites de su imaginación.) Hice algunas correcciones mínimas en varios casos. Mínimas, porque es difícil tocar textos que han fraguado en otra época de nuestra vida: al quitar un ladrillo parece que todo corre el riesgo de desmoronarse. Vi otras cosas. Que algunos cuentos sufren el cimbronazo de la realidad más que otros, como "Dios lo bendiga" (escrito en 1990), en que la degradación social ha exasperado ferozmente la presencia de los mendigos que lo inspiraron. Otros sufren el entusiasmo inicial de un escritor. Como en "Madre para armar", que hoy intentaría "desarmar" un poco. En general, en los primeros cuentos suele haber cierto exceso retórico, cierta ingenuidad. (La tentación de usar todas las palabras, todas las ingeniosidades.) También es cierto que se puede ser más osado. Después se empieza a valorar la austeridad, a temer y hasta a especular. Despunta esa astuta —y dudosa— calidad que llaman el "oficio".
Mirando nuevamente el conjunto veo que en muchos aparecen amores de agua, encuentros amorosos que se diluyen, se ahogan o evaporan. Que vuelvo sobre ciertas obsesiones: la angustia o la locura entretejidas en la dulzura envenenada de la rutina. Que mi imaginación trabaja con las manos bien metidas en ese barro y suele dispararse hacia el absurdo y el humor. Que la presencia del agua, del mar, siempre constituye un anhelado espacio de libertad.
Tengo todavía demasiado cerca Hombres como médanos como para opinar. Pareciera que allí la cercanía de la vejez, la amenaza de la muerte tienen un tinte más negro. Tal vez porque fueron escritos después de una novela —del desconcierto en que me sumió la novela—. Tal vez, simplemente, porque soy más vieja. Y, sin duda, porque fueron apareciendo en su mayoría entre 2000 y 2002, en la Argentina del triste milenio, en la inconsolable pena que nos deja su derrumbe.
Estos Hombres como médanos encabezan el libro de manera de ofrecer la producción más reciente en primer lugar e ir retrocediendo después en el tiempo hasta los primeros cuentos: Un amor de agua (1997) y La vida en la cornisa (1993).
En cuanto a mi forma de escribir, no ha variado mucho. Lo hago en los huecos que me deja mi trabajo publicitario y otros trabajos. Sentarme a escribir siempre me angustia. No hacerlo, también. Antes de empezar sorteo cien obstáculos y calamidades, como Buster Keaton para llegar a su casamiento. Una vez que llego, puedo escribir cercada por ladridos de perro, goles de Colombia contra Argentina o gritos de chicos. Me resultan ruidos casi tranquilizadores. Tomo apuntes en la línea B del subterráneo de Buenos Aires, yendo de Lacroze a Alem, de Alem a Lacroze. También mientras hago trámites, bato claras a nieve o el dentista me deja diez minutos con la boca abierta. Si tuviera ocho horas de escritora profesional, no sé qué sería de mí. Tal vez estos cuentos sólo pueden nacer del encontronazo de esas presiones. Tal vez fuera de los intersticios donde se producen naufragarían en el agua infinita de los cuentos por contar.
No es mucho más lo que puedo decir de esta colección de cuentos. Ni me corresponde. (Tal vez ya dije demasiado, oh paciente lector.) Me queda sólo celebrar su aparición, asumir su alegría y sus riesgos. Confirmar que un nuevo médano se ha formado sobre la playa y que el viento ya ha empezado a soplar.
Buenos Aires, septiembre 2003.

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