Me gustan las palabras.
Me gusta su música, su sentido, su silencio, su peso.
Guardo, comparto y a veces escribo textos o ideas que me inspiran.

Coordino talleres de lectura y escritura.
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flopiesteva@gmail.com

sábado, 3 de agosto de 2013

Lo inefable. Tal vez.


Aprovechando la llegada de nuevos seguidores al blog (Bienvenido Claudio), y un poco del desasosiego y el espanto que me produjo la lectura del cuento "El limbo", de Elena Poniatovska, repongo acá algunos textos propios que se inspiraron en una sensación parecida. Hace falta decir qué lejos está de la mía la mordaz y efectiva escritura de Elena? Lo digo entonces. 

La vida y la muerte batallan siempre y se imponen, cada una a su tiempo y a su modo. En esta batalla, los hombres no sabemos bien dónde ponernos, qué hacer con eso que sentimos y somos. La vida y la muerte aprovechan entonces ese desconcierto y nos arrastran en su corriente que nunca cesa.  




Lejos.

Si la distancia está en los cuerpos,
yo la conjuro con este abrazo que quiere guardarte,
con estos brazos en los pesa, todavía, tu arrullo;
con estas manos que guardan la memoria
de atar moños
y secar lágrimas,
y guardar tu ropa,
y  poner curitas.
Si la distancia está en el tiempo,
yo la conjuro con mi recuerdo
de chupetes y de oleos,
de retos y canciones
y comidas preferidas,
y cumpleaños
y navidades.
El recuerdo digo, grito,
tan  feroz  y vívido
como la realidad que hoy te mantiene
lejos.
Y entonces,
si no hay distancias ni tiempos,
ni espacios vacíos, ni ausencias,
entonces yo te arrullo en mi recuerdo,
y te recuerdo en tus cosas
y estamos juntas en la realidad
como en mis sueños.

Santiaguito

Santiaguito no tiene biografía. Nunca la va a tener. No va a ser político ni artista. No va a descubrir ninguna vacuna, no va a desatar ninguna guerra. Santiaguito no va a tener hijos que lo recuerden ni escuelas que lo califiquen. No habrá perfumes que lo anticipen ni sabores que lo evoquen, y cuando sus padres y sus tíos se mueran, el recuerdo de Santiaguito se va a morir con ellos. 
Hace unos días vi a Santiaguito que –aunque nunca vaya a tener una biografía- igual está en este mundo. No tiene edad, o tiene una muy propia. Pocos conocen acá el color de sus ojos. Su piel blanca parece a punto de romperse. Santiaguito tiene una válvula en la cabeza que servía para conducir un líquido. Pero ahora ya no funciona. Hace algunos días lo operaron y ahora se recupera entre tubos y luces. Antes de llegar a esta sala, desayunaba con su papa y su mama, allá en Bahía. Aunque cada uno se alimentara a su modo (Santiaguito tiene un botón gástrico), el rito familiar era compartido. La mamá de Santiaguito tiene la cara de buena mas perfecta que vi en mi vida y conoce de sillas de ruedas y camas ortopédicas como pocos. Acaba de terminar el libro sobre el dolor de Pilar Sordo y ahora espera. Cruzadas las piernas y las manos, no aparta ya la vista de la puerta con letras negras: TERAPIA INTENSIVA PEDIATRICA, y trata de tener todo muy a mano: el libro, la cartera, el rosario (podrían llamarla y dejarla entrar un rato) Las mamás que están adentro, solidarias, miran a Santiaguito por ella y así le llevan informes: “Lo están bañando”, le dicen, “Está con el kinesiólogo”, o "se lo ve tranquilito”. Yo lo miro también y le cuento algo, poco. Pero más que nada hago que me cuente ella. Así supe de la vida de Santiaguito. Esto es lo que pude saber, y me gusta pensar que es un pedazo de su biografía.

Sala de espera

Era el día de la mujer y la salita estaba llena de mujeres. Pero no era por eso, por ser su día. Estaban las del otro lado del mostrador y las de este. Había también uno o dos hombres, pero ellos no estaban, es decir, no permanecían.
En una esquina, dos mujeres acompañaban a un muchacho de unos treinta años que tenía partes de la cabeza peladas alrededor de alguna cicatriz que no alcanzaba a ver. Las mujeres se turnaban para acariciarlo, tomarle la mano, ordenar sus papeles. Una de ellas sería su madre, la otra su novia. Las cicatrices de ellas tampoco se veían.
Más allá, otras dos mujeres habían traído a una tercera, mayor que ellas. Una había llegado en remis desde San Miguel, donde iba a trabajar, cuando recibió el llamado de su hermana. La otra, la hermana, había llegado hasta lo de su madre (la mujer mayor) preocupada por la lentitud de sus palabras, como cada mañana, por el teléfono. Al llegar a la casa la había encontrado muy bien sentadita en una silla cerca de la ventana. Por más que tocó el timbre y golpeó la puerta, la madre no contestó y hubo que tirar la puerta abajo para poder entrar. Las mujeres hablaban preocupadas. La madre se volvía hija después de tanto madrear.
Una mujer nueva llegó por el pasillo, traía a otra –dijo- también mujer, que venía mucho más atrás porque caminaba con un andador, muy despacio. Estaba con mucho dolor. Hacía días que no se movía porque tenía un pellizco en la columna que la estaba matando. La última vez que había llegado hasta este lugar le habían dado un parche y venía a ver si la magia podía repetirse. ¿Qué edad tiene?, le preguntó la enfermera. Noventa y dos, y todavía cree en la magia.

Era el día de la mujer y la salita estaba llena de mujeres. Pero no era por eso, por ser su día, sería tal vez por lo otro, por ser mujeres.


2 comentarios:

  1. ¡Flor, qué buenos textos!
    Tendrías que publicar más seguido cosas tuyas.
    Me emocionó el de Santiaguito.
    Vine con un poco de atraso, porque ando medio borrada del mundo bloguero.
    Besos.

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