De chica era noctámbula. Tengo el recuerdo, muy visual, de
estar acostada bajo la mesa del living del departamento de la calle Esmeralda. En
esa época, mi papá recibía amigos de noche. Mamá se iba a dormir después de
comer y yo, primogénita, y con los privilegios que esa condición le daba a mis
siete u ocho años, me quedaba por ahí, dando vueltas, fuera de la regla general
(“A la cama”) que alcanzaba a mis hermanas.
Entonces me gustaba acostarme debajo de esa mesa de mármol,
rectangular y desconocida desde esa perspectiva para el resto del mundo. Me quedaba dormida, así, con el arrullo de las palabras de mi papá, su invitado, y el choque de las
tacitas de cerámica contra el mármol que hacía de techo de mi cueva.
Ese dar vuelta se me fue quedando como un hábito del
cuerpo, como una necesidad del alma. Mientras viví con mis padres, siempre
necesité acostarme tarde, vivir un poco esa soledad acompañada del vigía. Mi papá
también conservó aquello de acostarse más tarde: cuando no fueron los amigos o
un escrito (mi papá trabajaba muchas noches en casa), era algún programa de la
tele.
Alguna vez lo encontré en la cocina, tarde, iluminado por la luz azul de la heladera, el pote de dulce de leche abierto y el dedo empuñando una porción brillante y generosa. Entonces, en mi recuerdo, le llamo la atención, reponiendo divertida lo que mamá hubiera dicho con otro ánimo: “¡¡¡¡Papáaaaaaaaa!!!!, ¡¡¡¡qué asqueroso!!!". Él, divertido también, me contesta (y no lo olvido): “Sí, ya sé, pero mirá, así, con el dedo, en secreto, tiene otro gustito”.
Nunca comí el dulce de leche con el dedo, pero cada vez que
veo un pote recupero algo de mi papá de aquellos años. Lo que sí conservé, y le atribuyo, es cierto gusto por la soledad
y los secretos.

Si lo estoy viendo
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