Me gustan las palabras.
Me gusta su música, su sentido, su silencio, su peso.
Guardo, comparto y a veces escribo textos o ideas que me inspiran.

Coordino talleres de lectura y escritura.
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sábado, 17 de agosto de 2013

Papá y el dulce de leche.

De chica era noctámbula. Tengo el recuerdo, muy visual, de estar acostada bajo la mesa del living del departamento de la calle Esmeralda. En esa época, mi papá recibía amigos de noche. Mamá se iba a dormir después de comer y yo, primogénita, y con los privilegios que esa condición le daba a mis siete u ocho años, me quedaba por ahí, dando vueltas, fuera de la regla general (“A la cama”) que alcanzaba a mis hermanas.

Entonces me gustaba acostarme debajo de esa mesa de mármol, rectangular y desconocida desde esa perspectiva  para el resto del mundo. Me quedaba dormida, así, con el arrullo de las palabras de mi papá, su invitado, y el choque de las tacitas de cerámica contra el mármol que hacía de techo de mi cueva.

Ese dar vuelta se me fue quedando como un hábito del cuerpo, como una necesidad del alma. Mientras viví con mis padres, siempre necesité acostarme tarde, vivir un poco esa soledad acompañada del vigía. Mi papá también conservó aquello de acostarse más tarde: cuando no fueron los amigos o un escrito (mi papá trabajaba muchas noches en casa), era algún programa de la tele.


Alguna vez lo encontré en la cocina, tarde, iluminado por la luz azul de la heladera, el pote de dulce de leche  abierto y el dedo empuñando una porción brillante y generosa. Entonces, en mi recuerdo, le llamo la atención, reponiendo divertida lo que mamá hubiera dicho con otro ánimo: “¡¡¡¡Papáaaaaaaaa!!!!, ¡¡¡¡qué asqueroso!!!".  Él, divertido también, me contesta (y no lo olvido): “Sí, ya sé, pero mirá, así, con el dedo, en secreto, tiene otro gustito”.

Nunca comí el dulce de leche con el dedo, pero cada vez que veo un pote recupero algo de mi papá de aquellos años. Lo que sí conservé, y le atribuyo, es cierto gusto por la soledad y los secretos.


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