Lo terminé. Pero
con dificultad, con tensión y hasta con agobio.
Además
el tiempo, de Salvador Biedma, lleva al extremo aquello que sugiere Juan
Diego Incardona: narrar callando, incompletando, borrado las huellas. Por eso
molesta. Tal vez. Porque como lectores todavía preferimos el círculo del texto
moderno, el que nos sugiere la
completitud, el cuento o la novela con entrada y salida. Además,
el tiempo, en cambio, es un texto
rizoma: una secuencia interminable de acciones
y sucesos sin dirección a la vista.
Un hombre joven llega a un pueblo del interior de la provincia
de Buenos Aires para arreglar una máquina que nunca alcanza a ver. Mientras tanto, se ve involucrado,
sin pensarlo, en la vida de ese pueblo con su sucesión de velorios, días de
pesca y rondas de bar. Manuel es el antihéroe: cuando lo encontramos, no hace mucho que dejó la ciudad con su
título universitario incluido y una madre enferma de la que no quiere saber
mucho. El protagonista hace un viaje en versión negativa: de la ciudad al
campo, del trabajo intelectual al manual; una travesía sin destino final ni
preferencias. Fuera de esto Manuel no hace nada. Literalmente. O, sí, mejor, hace
algo: permanece (como el personaje de La
tercera orilla del río, de Guimarães Rosa)
La estructura de
Además, el tiempo, es kafkiana, como
la de una madriguera, un laberinto donde una puerta conduce a otras muchas y
esa -tal vez- a nada. Es por eso que la novela es exasperante. Lo entendí
después (casualmente estaba leyendo algo
de Deleuze, Kafka, rizoma) La tensión, la sugerencia, las pistas discontinuadas aparecen a lo largo de
todo el texto: alguien le dice al personaje que mejor se vaya, una mesa en el
bar del pueblo tiene su nombre tachado, y sin embargo, ninguna de estos núcleos
narrativos avanza. ¿O sí?
Un texto del que
se disfruta hablando, después, tratando de entender, repasando. Una de esas
novelas que nos quedan adentro, moviéndose, como un bicho que nos plantó
huevos, debajo de la piel.

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